LA BIBLIOTECA II

Segundo capítulo de la Aventura de Machuca y su Carpincho. Esta vez sumando algo de cine de terror a su colección.

El olor a nafta cruda no se limitaba al área de los surtidores. También llenaba esa mezcla de kiosco, restaurante, puesto de revistas y juguetería que son las grandes estaciones de servicio, de esas que cada tanto aparecen en la ruta. El carpincho también entró al local.  “Tengo que ponerle un nombre”, pensó Machuca. “Aunque ¿para qué sirve un nombre si no hay nadie más a quien referirse? El carpincho sabe quién es él y quien soy yo. Y lo mismo conmigo: ¿para qué los nombres?” En estas idas y vueltas estaba Machuca mientras recorría las góndolas eligiendo galletitas y escuchaba los pasos de su compañero paseando por otros pasillos, más cerca de la barra de comida “fresca”. Una semana sin electricidad y todo lo que no estuviese en latas, envasado al vacío o con niveles casi tóxicos de azúcar estaba descompuesto. Claro que la verdura un poco pasada no era nada despreciable para un joven ejemplar de los roedores más grandes del planeta.

Un estallido de bandejas plásticas cubiertos y vasos de papel sobresaltaron a Machuca. Dejó caer la pepa que estaba por disfrutar y estiró el cuello hasta ver el pelaje hirsuto y pardo curvándose sobre la comida que acababa de tirar, como un Godzilla sobre una central de energía atómica. Lo que se dice una amenaza implacable… No pudo seguir evitando lo obvio y se quitó la capucha para ampliar su campo de visión. No había nadie. Ningún empleado, dueño o refugiado salió para ver qué había sido ese estruendo. Desde que salió de su pueblo no se había cruzado con nadie. Bien podía ser la última persona sobre la tierra. Esa idea lo agarró por los tobillos y subió por las piernas y la espalda con siete patas filosas que hicieron sacudir sus hombros. Podía estar totalmente solo en el mundo.

Mientras “Godzilla” devoraba su planta de energía nuclear con algunas moscas sobrevolando su morro, fue hasta el mostrador, donde había una caja registradora y un par de revistas. En la esquina había un televisor colgando y, junto a la silla del empleado, un bolso lleno de películas. “¿DVDs?”. Se agachó y, al hacerlo, pensó que le faltaba una escobilla para quitar el polvo adherido a los fósiles. Antes de poder examinar el contenido del bolso, un quejido indescifrable se arrastró desde más allá de las puertas naranjas que llevaban al depósito. Luego, otra vez. Machuca deseó ser la última persona sobre la tierra. El tercer quejido se arrastró por las paredes hasta madurar en una palabra: “Noooooooo”.

“Hola, hola ¿Está bien?” Un ojo, lento, muy lento. Después, el otro. Negros, con forma de almendra, ambos se asomaron al oscuro depósito. Afuera, el sol del mediodía quemaba y todo se volvía amarillo y arena, pero, pasando esas puertas naranjas -esas cortinas de hule transparente, cortadas en anchos flecos superpuestos-, la historia era muy diferente. Penumbras y aire fresco, con cajas y bultos combinados como en un mal juego de Tetris. Y en un rincón, encerrado en una espontánea celda formada por una estantería caída y sellada con el peso de decenas de bidones de 20 litros de jugo de naranja, podían verse los ojos desencajados de un hombre. Se presentaron usando la desconfianza como lengua común. No se dijeron los nombres. De alguna manera, las acciones desde el apagón servían para retratar a una persona y, por el momento, no había tanto que contar. El prisionero hizo una pausa sin ceder la palabra. Parecía estar sopesando las consecuencias de lo próximo que diría. Y dijo: “hace dos días, de tardecita, cuando estaba cerrando todo, en el horizonte, lejos -bien lejos-, vi cuatro siluetas negras y altas, como de diez metros. Encorvadas, bamboleándose, como con el viento: parecía que caminaban. Las miré mientras se hacía de noche. Después, no las vi más. Vine para acá cuando la tierra empezó a temblar. Estaba buscando la linterna y todo se me cayó encima”.

Machuca dio un paso para levantarse y fue hasta donde estaban los cubiertos. El carpincho seguía hociqueando la comida. Volvió con el prisionero llevando un cuchillo: “voy a sacarle los tornillos a estos estantes para que puedas salir, no te preocupes”. Con los ojos acostumbrados a la penumbra, pudo ver que el prisionero intentaba esconder un machete. Los dedos se movían inquietos sobre el mango, como formando una ola que terminaba y volvía a empezar. Machuca pensó qué hacer mientras sentía el cuchillo que había traído, con la punta de metal romo y un ridículo tramo dentado en el lado más curvo. Sobraban los nombres, era un machete contra un cuchillo. Y, aun así, no podía dejar que el prisionero muriera de hambre. En un arrebato, levantó el cuchillo y empezó a apuñalar los bidones de jugo. El prisionero descargó un rosario de malas palabras. El machete sonaba como una campana mal formada contra la estantería de lata. Machuca resbaló. El prisionero empezó a moverse, los bidones perdían peso al tiempo que se desangraban. Pronto estaría libre. Machucha se incorporó, salió corriendo, agarró el bolso de películas e hizo que el carpincho lo siguiera hasta el auto.

De la colección de películas de terror que contenía el bolso, Machuca conservó cinco:

Esa tarde, Machuca detuvo el auto y se sentó en la ruta para dejar que el olor químico a naranja se disipara un poco. Puso las cajas de los DVDs seleccionados sobre el asfalto y pensó en el prisionero (evidentemente, fanático del cine de terror). “¿Qué tan solo tenés que estar en el mundo para quedarte ahí donde trabajás, en una estación de servicio, cuando todo empieza a terminar? ¿Qué tan cuerdo tenés que estar?”. Machuca pensó, además, que de no volver la electricidad, de no encontrar un generador, iba a tener que transcribir esas historias de horror y hacerlas cuentos. Sentado ahí, vio su sombra alargarse. El sol se iba metiendo en el horizonte. Se acordó de los ojos y las palabras del prisionero, pero, por las dudas, no giró la cabeza.

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