LA BIBLIOTECA III

Machuca y Godzila lleguan a El Carmen, ciudad de los diques. Seleccionan algunas novelas de vampiros y ¿zombis?

Con un chasquido metálico, Machuca supo que la puerta estaba asegurada y corrió hasta la ventana. Desde allí podía ver su auto, más allá de la plaza central: la pintura quemada por el sol, sin papeles que acreditaran su pertenencia y una docena de bultos mal atados en el techo. Trató de calcular mentalmente el tiempo que le tomaría llegar corriendo hasta ahí. No sabía cuantos eran los que esperaban del otro lado de la puerta, pero siempre confiaba en su velocidad. Sin embargo, no estaba seguro de poder decir lo mismo respecto de su peludo amigo.

Esa mañana parecía que su suerte estaba mejorando. Más allá del incidente en la estación de servicio, el viaje finalmente parecía estar encaminado. Gracias a la obsesión de su abuela de guardar todo, contaba con una variada selección de mapas de papel, laberintos desplegables totalmente olvidados en los últimos años del mundo anterior al incidente. Tanto fue el menosprecio a este confiable sistema de guía, que Machuca no estaba muy seguro de saberlos usar correctamente. Por eso, sus niveles de confianza subieron a límites históricos cuando un cartel de madera le confirmo la existencia de una ciudad que el mapa había profetizado: la ciudad de los diques. Otro conductor -con otro auto y sin los desvíos accidentales-, habría cubierto esa distancia en unas cuantas horas. A él le tomó casi una semana.

El Carmen, desierto al parecer, le ofrecía la oportunidad de reabastecerse: había latas de conservas, salamines, chupetines, harina de mandioca y alfajores (todo lo necesario para una dieta equilibrada). Las calles, llenas de sol y con el tinglado negro de los cables eléctricos a unos pocos metros sobre su cabeza, no debían ser mucho más bulliciosas durante algún mediodía cualquiera. Machuca y el carpincho caminaron con una bolsa de supermercado buscando dónde almorzar. Se detuvieron frente a un edificio pintado de rosa: la biblioteca. La tarde quedó comprimida en un centenar de hojas que lo absorbieron por completo. De vez en cuando se limitaba a levantar la vista cuando Godzilla hacía algún ruido. Aunque en ese momento Machuca pensaba que ese nombre sería momentáneo, su compañero carpincho lo llevaría con garbo hasta el último de sus días.

La poca luz -que lo obligaba a forzar la vista- lo sacó del hechizo y atrás quedó «el almohadón de plumas y la sangre”. Afuera, todo era naranja. Para entonces ya tenía seleccionado el material que se llevaría. Tuvo la precaución de seleccionarlo durante el almuerzo, mientras devoraba un sanguche de salame, queso y palta.

Así, Machuca escribió en el cuaderno donde llevaba el registro de sus adquisiciones:

La tarde ganaba minuto a minuto en azul y frío nocturno. Fue entonces que algo se lanzó contra la puerta. El eco del golpe fue un par de pulmones descargando, por el impacto y de una sola vez, el aire que los llenaba. Machuca trabó la puerta y corrió a la ventana.

Golpes y lamentos al otro lado de la puerta. La imaginación de Machuca proyectó formas aterradoras sobre las sombras que desdibujaban las estanterías del enorme salón. Mientras tanto, allá afuera, algunos seres se lanzaban una y otra vez. “¡Eh!” gritó. No podía articular un mejor mensaje, un grito repetido para contestar a los empellones primitivos de ¿personas? enloquecidas. Se puso la mochila y arrastró una silla justo debajo de una de las ventanas.

De no haber existido el prisionero de la estación de servicio, tal vez hubiese intentado otra cosa. Pero, con cada día que pasaba, caía a cuenta de lo solo que estaba. Los vidrios estallaron y el matafuego voló afuera de la biblioteca. Machuca hizo base en la silla y saltó llevando a Godzilla en brazos. Mientras cruzaba la calle, sobre el asfalto pudo ver un rejunte de líneas negras. Por el empeño que tiene el cerebro de encontrarle sentido a las cosas, pudo leer “Estamos ciegos y parpadeamos”. Se frenó en seco, apretando a Godzilla contra su pecho. Giró, prometiéndose que esto sería lo último que haría antes de escapar.

Cuatro figuras daban tumbos en la puerta de la biblioteca. Una de ellas había encontrado la ventana rota e intentaba entrar. Uno, dos, tres pasos dio Machuca, alejándose de ahí. En la mitad del cuarto paso, la tierra tuvo un escalofrío, una vibración, un temblor. Fue algo que le hizo perder el equilibro. Cayó de espaldas y los libros lo protegieron. Godzilla saltó de sus brazos. Una vez en el suelo, Machuca estiró la mano sobre el lomo del carpincho para calmarlo. Al buscar la posible amenaza en la biblioteca, ya no había nada. Otra vez estaban solos en la ciudad de los diques.

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