LA BIBLIOTECA III

Machuca y Godsila llegan a El Carmen, ciudad de los diques.

Con un chasquido metálico supo que la puerta estaba asegurada. Machuca corrió hasta la ventana. Desde allí podía ver su auto, más allá de la plaza central. La pintura quemada por el sol, sin papeles que acrediten su pertenencia y con una docena de bultos mal atados en el techo. Trató de calcular el tiempo que le tomaría llegar corriendo hasta ahí. No sabía cuántos ni quiénes eran los que aporreaban la puerta, pero siempre confió en su velocidad. Sin embargo, no estaba seguro de poder decir lo mismo respecto de su peludo amigo.




Aquella mañana el muchacho oriundo de Yavi sintió que su suerte estaba mejorando. No me malinterpreten. La situación empeoraba a cada kilómetro recorrido. Sin embargo, todo parecía estar ocurriendo muy lejos de Machuca y su Carpincho. Desde la ventanilla del auto vio la silueta de torres y construcciones imposibles fuera de toda escala humana. Bestias de ocho patas vagando en busca de comida. Artefactos cambia formas cruzando el cielo a velocidades supersónicas. Tales anomalías se sumaban a los temblores que preceden al destello blanco. Y a pesar de todo aquello, habían avanzado a ritmo constante, sin mayores inconvenientes. Gracias a la obsesión de su abuela por guardar todo contaba con una variada selección de mapas de papel. Desplegables laberintos olvidados en los últimos años del mundo anterior al incidente. Una autopsia detallada de las rutas argentinas. Tanto fue el menosprecio a este confiable sistema de guía, que Machuca no estaba muy seguro de saber usarlo. Por eso sus niveles de confianza subieron a límites históricos cuando un cartel de madera le confirmó la existencia de una localidad que el mapa había profetizado: la ciudad de los diques. Otro conductor, con otro auto, sin los desvíos accidentales, hubiese cubierto esa distancia en unas cuantas horas. A él le tomó casi una semana.




 El Carmen, desierto al parecer, le ofrecía la oportunidad de reabastecerse. Latas de conserva, salamines, chupetines, harina de mandioca y alfajores. Todo lo necesario para una dieta equilibrada. Machuca y el carpincho caminaron con una bolsa de supermercado buscando dónde almorzar. Se detuvieron frente a un edificio pintado de rosa: la biblioteca.




La tarde quedó comprimida en un centenar de hojas que lo absorbieron por completo. De vez en cuando se limitaba a levantar la vista para vigilar a Godsila. Aunque en ese momento Machuca pensaba que ese nombre sería momentáneo, su compañero lo llevaría con garbo hasta el último de sus días. La poca luz natural que ofrecían las ventanas largas y angostas se tornaba naranja. Inadecuada para los ojos cansados del muchacho. Presionó los párpados con el índice y el pulgar de la mano derecha. Cerró el libro y se recostó contra la silla de madera.  Atrás quedaron el almohadón de plumas y la sangre. Afuera todo el paisaje parecía un hierro incandescente que poco a poco perdía el calor. Otra jornada llegaba a su fin. Seguían vivos y su colección continuaba creciendo. El azul de la bóveda celeste estaba pronto a tomar lo más alto del cielo. Para ese entonces ya tenía seleccionado el material que se llevaría. Tuvo la precaución de elegirlo durante el almuerzo, mientras devoraba un sanguche de salame, queso y palta.

 

El frío nocturno entraba en la ciudad desde el campo abierto como una invasión de hormigas negras. Y la piedra y el cemento daban la impresión de ser más sólidos que antes. Fue entonces que algo se lanzó contra la puerta. El eco de aquel golpe fue un par de pulmones descargando, por el impacto y de una sola vez, el aire que los hinchaba. Machuca corrió a trabar la entrada principal del edificio.

 

Atrincherado en la biblioteca, Machuca podía sentir las embestidas y los lamentos a través de la gruesa madera pintada de rosa. Horrores que se quejaban, gritos salidos de cavidades inhumanas formaban una pared de sonido atronador. La imaginación del muchacho proyectó siluetas aterradoras en las sombras que dibujaban las estanterías del enorme salón. Mientras tanto, allá afuera, algunos seres se lanzaban contra la puerta una y otra vez. “¡Basta!”, gritó desde dentro. No podía articular un mejor mensaje. Se puso la mochila y arrastró una silla justo debajo de una de las ventanas. De no haber existido el prisionero de la estación de servicio, tal vez hubiese intentado otra cosa. Pero cada día que pasaba se daba cuenta de lo solo que estaba. Los vidrios del ventanal estallaron con el impacto del matafuego que el aspirante a bibliotecario había usado como ariete. Machuca hizo base en la silla y saltó llevando a Godsila en brazos. Corrió por el lateral izquierdo de la construcción estilo colonial, cruzó el jardín que circundaba el edificio. Lo hizo agachado, buscando confundirse entre los árboles y arbustos. Mientras atravesaba la calle fue visto por los seres que intentaban derribar la puerta. Disparados como un grupo de ratas alcanzadas por la luz de una linterna, salieron en pos de Machuca. En la noche, sin electricidad, era poco lo que podía distinguirse de esa horda. Apenas una multitud temblorosa de contornos humanos con ojos blancos que lanzaban destellos en la oscuridad. Lamentos salidos de gargantas dolientes. Varios idiomas enroscados en lenguas mutiladas suplicaban o amenazaban desde lo profundo de la locura. Avanzaban sin pausa, escoltados por una nube de murciélagos, o algo parecido a murciélagos. Machuca corría incómodo con Godsila en brazos. La mochila rebotaba en la espalda, rompiendo metódicamente el ritmo de la carrera, entorpeciendo la huida. La plaza lo recibía como una prisión de barrotes nudosos que crecían y se dividían para conformar un domo de ramas y hojas.  Sus perseguidores acortaban la distancia que los separaba. Machuca, era consciente de que su final llegaría antes de que él lograra abrir la puerta del auto de su tío.  En lo que pensó sería uno de sus últimos pasos, el muchacho perdió el equilibrio debido al comienzo de un pequeño pero creciente temblor. Se derrumbó sobre sus rodillas primero y sobre sus codos después. Godsila saltó de sus brazos para evitar el impacto. Como de costumbre, luego de la vibración llegó el destello. Este encontró al muchacho acurrucado, apretando los puños y los ojos, esperando sentir las garras de los seres que lo acosaban. Pero nada de eso sucedió. A través de sus párpados notó el paso del brillo blanco. Y eso fue todo. El silencio le llenó los oídos como una brea negra portadora de malos presagios. La respiración de su compañero sobre su mejilla le hizo abrir los ojos. Lo que vio se quedaría para siempre en su memoria. La horda que lo perseguía estaba fundida de la forma más aberrante a una gigantesca cabeza semejante a un cerdo de color verde. Brazos y piernas brotaban sin sentido de aquel ser. Estertores moribundos y gemidos agónicos. La cabeza decapitada tenía los ojos clavados en un punto incierto del horizonte. Dos labios negros y pringosos no habían logrado contener algo parecido a una lengua. Este apéndice desproporcionado se bifurca en seis tentáculos dispuestos alrededor de un círculo. Un tubo orgánico que goteaba algo gelatinoso y opaco. Con la poca entereza que logró reunir ante semejante espectáculo, Machuca agarró su mochila, para no perder las últimas adquisiciones de la biblioteca. Llamó a su carpincho con silbidos y ademanes indefinidos.

Mientras el muchacho se agachaba para alzar a su compañero, sin atreverse a darle la espalda a esa monstruosa cabeza, murmuró.

-Los destellos blancos… Se traen cosas de otro lado y se llevan cosas para otro lado… Aunque ya tiempo atrás esta idea lo acosaba, por primera vez tuvo el coraje de decirla en voz alta.

En formato de audio relato

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