LA BIBLIOTECA IV

El viaje continúa para nuestros protagonistas y un ser monstruoso los espera en el camino...

machuca y carpincho 4

Para el extraño pájaro (mezcla entre un cóndor y un tucán) que planeaba las corrientes cálidas de aire, el auto de Machuca no era más que un punto entre verde y marrón que avanzaba sobre una cinta gris.

A esta altura del viaje, y después de unas cuantas aventuras, Godzilla ya se había adueñado del asiento del acompañante. Inclinaba y estiraba el cuello, acercándose a la ventanilla abierta, olfateando el aire. Atrás había quedado Aguas Calientes. Esta vez, Machuca no quiso arriesgarse y solo tocaron tangencialmente aquel poblado. Entraron a un viejo caserón que nada tenía que ver con el resto del pueblo. Estaba en las afueras y desentonaba con el paisaje. Deshabitado, abierto y descuadrado, como quedan las cajas que caen desde una gran altura. De la abundancia que ahí encontraron, se llevaron la comida… y lo que quiso ofrecerles la fortuna para su futura biblioteca: historietas. Toda una colección de historietas argentinas:

“Lo que me gusta la leche condensada no tiene nombre… tal vez, vicio”, Machuca se reía solo. Godzilla soltaba un suspiro oportuno, tanto que no hubiese sido descabellado suponer que entendía toda la situación y no compartía el sentido del humor de su chofer circunstancial. Esperaba y deseaba que la oleada de azúcar y euforia que excitaban a su compañero no durase demasiado. “Vos, por ahí, te preguntás qué taaaanto le puede gustar. Y, en la esca…”. Otro suspiro. Machuca, conservando una mano en el volante, levantó la lata que guardaba el delicioso brebaje azucarado cual ídolo sagrado con toda la intención de proseguir con sus halagos. Entonces, un destello en el horizonte los alcanzó en un par de segundos. Fue como estrellarse contra una pared de luz blanca. Un ligero temblor había sido el preludio de todo aquello. El auto zigzagueó en la ruta hasta detenerse en la banquina.

Cuando nuestro desorientado protagonista logró recomponerse y abrir los ojos…

A la sombra del vientre y entre las patas de una criatura extraña, pudo distinguir algunos restos que no se animó a suponer qué podrían haber sido. De esa postal grotesca lo distrajeron los gritos de un chico: “Pomoć. Molim te pomozi mi”. Pálido, alto y delgado, el pobre se movía como un gato intentando zafarse del abrazo asfixiante de un chico demasiado efusivo. Unos girones de tela -lo que fuera una campera pesada para la nieve- lo mantenían unido a la bestia. Gateaba, se arrastraba y giraba solo para mantener la distancia que lo libraba de sentir colmillos de 20 centímetros de largo cerrándose sobre sus pantorrillas. Estaba claro que era únicamente cuestión de tiempo. En el segundo que pudo manejar el espanto que la escena le generaba, Machuca revisó a Godzilla. Temblaba ante la visión de la bestia antinatural. Cerró las ventanillas del auto para evitar que, movido por el pánico, su carpincho intentara escapar… O sencillamente se estaba escondiendo dentro del auto hasta que todo terminara.

Machuca miró las llaves del auto. “Por ahí, con suerte arranque y listo, nos vamos”, pensó. Pero, incluso con las ventanillas cerradas, los gritos no lo dejaban en paz. Fuera por los pisotones de la bestia o por alguna indescifrable cadena de misteriosos engranajes que nos llevan a lugares donde no pedimos estar, esa precisa encrucijada geográfica y temporal hizo que las cinco historietas cayeran sobre su espalda. Y qué peso tan inoportuno fue ese para tomar una decisión. Y en un parpadeo, muy a su pesar, la decisión ya no existía.

Con un par de piedras y muchos gritos le hizo frente a la bestia. Esta alzó su cabeza ante el primer piedrazo. El metro sesenta de Machuca no explicaba a la bestia ese ataque inesperado. La distracción, el asombro y la indignación del depredador le dio al niño pálido el tiempo necesario para zafarse de sus ataduras. Salió corriendo para el lado del monte, ciego de miedo, ajeno a toda razón. Era un grito de llanto y mocos perdiéndose entre los yuyos. Pero Machuca no tenía forma de ir a buscarlo, la bestia le exigía una satisfacción. Él le contesto con otra piedra entre los ojos y su legendario pique corto zigzagueante. Ese que, durante años, había sido su sello distintivo a la hora de burlar a los defensores del otro equipo, también funcionó con la bestia. Era demasiado pesada como para seguirle el paso.

Machuca corrió, salto y se arrastró para conseguir más piedras. Una fue a dar contra uno de los ojos de la bestia y, por un instante, pensó que tenía alguna posibilidad de salir vivo de esa batalla. Eso es lo que hacen las historietas. La victoria duró poco. No le alcanzó siquiera para recuperar el aliento. Afortunadamente, el auto se veía cada vez más lejos. Godzilla estaba a salvo. Sin embargo, a él se le acababan la energía y las piedras. El último zarpazo le arrancó una de las mangas de su cangurito. Después, un ligero temblor y, nuevamente desde el horizonte, una pared de luz blanca.

Machuca retrocedió arrastrándose por el suelo, entre yuyos ásperos y puntiagudos. Los ojos todavía veían blanco. Después, manchas; después, colores… Después, nada. Ni bestia, ni auto, ni Godzilla. Machuca no podía levantarse. Otra vez estaba solo. 

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