LA BIBLIOTECA VI

Mahapu una legendaria guerrera se une a la aventura de Machuca

Sobrevivió a lo que parecía la desaparición de la raza humana, a un asesino, a unos extraños zombis en una biblioteca, a un monstruo y a un salto dimensional. Pero llegar hasta la torre plateada parecía lo más difícil que le había tocado vivir. Eso y sobrellevar la angustia de no saber dónde estaba Godsila. Del paso al trote y del trote a la carrera, para volver al paso caminado ver crecer el ancho de la base que eclipsó todo su horizonte. De cerca el lado oscuro de la torre apenas parecía curvarse. Así de grande era su circunferencia. Machuca miro a izquierda y derecha sin ver ningún punto de acceso. Se acordó de su tío Esteban. Siempre decía que su casa, si algún día tenía una, debería darle la cara al sol mientras atardecía. Entonces Machuca hizo un montoncito con pedregullo para marcar el inicio de trayecto. Porque por lo que había visto, la base de la torre no era más que una superficie lisa, inmaculada y fría. Carente de marca o punto de referencia.

Sin pensarlo terminó caminado con el brazo estirado, los dedos rozando la superficie espejada y metálica. Justo como hacía con el paredón que había antes de llegar a la escuela. Faltaban ya unos pocos metros para el final del eclipse. Pero  Machuca nunca llegó. Una mano inapelable lo agarró del brazo y lo hizo girar. El tono que usó la mujer en ese momento fue firme e imperativo, pero para nada agresivo “¿Qué hacés? ¡Ni se te ocurra salir de la sombra!” Todavía lo agarraba del brazo y tenía que agacharse bastante para compensar  su metro ochenta y pico, y encontrar frente a frente los ojos negros del muchacho. “Cada paso es un clavo necesario e indispensable. Y a la falta de un clavo la torre seguirá su camino hacia el centro y hacia afuera del mundo, como siempre y desde siempre lo ha hecho” ¿Nunca lo escuchaste?” Ella le liberó el brazo. “No” dijo él.

“Mi nombre es Mahapu. Ahora tenemos que esperar nomás. Hasta la noche no se puede entrar en la torre. Y no puedo dejar que te vayas. No puedo perderla otra vez” La confianza que destellaba Mahapu al caminar cautivó por completo a Machuca y en ningún momento tuvo la intención de cuestionar sus dichos “Pensé que eras uno de los centinelas de la torre cuando te vi venir. Pero no parecés… Parecés tranquilo ¿Venís a robar la torre? Porque por mí está bien. No me importaría compartir la riqueza si compartimos el trabajo”. A unos veinte metros de donde se encontraron ella había fabricado un escondite con tres rocas apiladas. De allí sacó sus pertrechos. Compartió con él un pan de zapallo (al algo que le recordaba el sabor de las sopaipillas)  y una bebida salada. Machuca aprovechó la pausa y a pedido de su anfitriona le contó su historia.

 “Y entonces lo único que se me ocurrió fue venir para acá, a la torre. A buscar ayuda”. “Bueno, eso tiene sentido”, dijo ella y él quedó a la mitad de un mordisco ante semejante afirmación. “Un par de días atrás pasé por donde debía estar Wari Mirana, el último pueblo del continente y nada… Estas mesetas… Esto debería estar plagado de manadas de Ñandekes”. Gesticuló usando ambos brazos totalmente extendidos. Las pulseras y brazaletes que llevaba tintinearon. “Ya falta poco para la noche”. La atención de la mujer color bronce quedó atada al horizonte y su cándida presencia se trastocó un una efigie helada por un pesar. Él la miró atentamente y sin disimulo, ahora que ella estaba en otro lado. Por su impronta, aunque afortunadamente mucho más amable, Mahapu le recordó a otro “gigante” muy querido. Él fue con quien había viajado por primera vez fuera de Yavi. Él tendría sin duda alguna un lugar privilegiado dentro de su biblioteca. Sabía incluso qué relatos debía incluir:

 “¿Y vos sos de ahí? ¿De Wari Mirana?” preguntó después de un par de segundos, una vez hubo terminado su lista mental. Ella recuperó la mirada. Suspiró y amablemente dijo. “No, no. Yo no sé dónde nací. El primer recuerdo que tengo es el calor de una selva. El techo abovedado de hojas y ramas que dejaban pasar muy poco de la luz del sol. El olor a tierra húmeda y musgo. Recuerdo una figura oscura doblándose sobre mí para comprobar los nudos que me unían a la canasta. Entonces dijo algo así como “No tenés ni vas a tener tierra o familia. No vas a tener un lugar para que tus huesos descansen. La ley no permite matarte… Pero no será necesario”. Entonces la figura desapareció. Eso es todo lo que sé de mis orígenes. Y podría haber muerto justo ahí en esa canasta, pero antes de terminar el segundo día un Jartambú se acercó para devorarme. Y no sé. La verdad es que no sé si fue por desesperación o si estaba delirando o algo, pero me salió una carcajada y empecé a tararear algo que inventaba mientras miraba fijamente los ojos amarillos del sorprendido animal. Después de escucharme un momento lo perdí de vista. Volvió con cinco hermanos. Y yo volví a tararear. Entre todos me liberaron de la canasta y los nudos. Por ese entonces mi cuerpo estaba pálido y atrofiado. Como si los 3 años que llevaba en este mundo los hubiese pasado en la oscuridad e inmóvil. Por suerte recuperé el tiempo perdido” Dijo mientras flexionaba sus enormes brazos morenos. “Los Jartambúes me alimentaron y me hicieron fuerte. Y después de cuatro años de estar con ellos, en una de las migraciones, nos topamos con un camino comercial. Una de las rutas imperiales. Desoyendo los gritos y advertencias de mis hermanos me acerqué a una caravana…” La voz de Mahapu se quebró por un momento. Bebió un poco, tragó un pedazo de pan y continuó “Para qué entrar en detalles tristes. Fui prisionera y esclava con todo lo que eso acarrea hasta que tuve la determinación y el tamaño para poder descuartizar, castrar y prender fuego a mis captores. Conocía las tres capitales del imperio y estaba harta de la famosa vida imperial. Y aunque yo no necesitaba mucho para vivir me hice ladrona. Muchas de las cosas que me habían enseñado mis carceleros estaban en esa línea. ¿Ves esta torre acá? ¿Sabés qué es? Es riqueza que algún rey muerto acumuló. Protegida por las artes de algún brujo y aislada por las leyendas que el pueblo temeroso teje alrededor de ella, como un segundo muro. Bueno…” ella se puso de pie, con la mirada fija en lo alto de la torre. Sumergido en el relato, Machuca solo entonces se percataba de la oscuridad que lo rodeaba. El sol no hacía más que levantar un ligero degradado naranja en la lejana línea del horizonte. “Mahapu de los Jartambúes, no reconoce a ningún rey. Tomá” le extendió un garrote de madera endurecida y anillado con listones de metal. “No pierdas el equilibrio cuando falles algún golpe” Machuca miró para arriba y lo que vio lo hizo saltar retrocediendo un metro para ponerse en guardia. Sobre ellos y hacia ellos caían una decena de siluetas negras. Se lanzaban desde algún punto muy alto en la torre. Cayeron como diez bombazos y cada uno que aterrizaba levantaba una pared de polvo. Cada uno hizo un cráter de unos quince centímetros de profundidad e hizo retumbar la tierra. Machuca vio a través del polvo la silueta musculosa de Mahapu. Se defendía con una lanza corta de filo largo. Un estallido rojo le manchó la cara con sangre a sus pies vio rodar la cabeza cercenada de una de esas criaturas. Una lengua espinosa y gris ancha como una serpiente salía de la boca muerta. Un par de enormes ojos blanco cruzados de venas azules parecían retroceder adentrándose en el cráneo ahora que el cuerpo no tenía un hálito de vida. Unos dedos largos y blancos intentaron agarrarlo por la nuca a lo que machuca respondió con un giro violento tan inesperado para él como para el ser que recibió el golpe. Escucho el estallido de los huesos cuando el mazo arrancó la mandíbula de la cara. Dos golpes más sobre el ser para que dejara de contorsionarse sobre el suelo acabaron la faena. El polvo iba volviendo a la tierra. Ya se podía ver mejor. Y sobre su hombro divisó Machuca a otro de los seres saltando sobre él. En el aire la lanza de Mahapu le atravesó el pecho. El cadáver cayó junto a Machuca. Se despidió del mundo con un gruñido antinatural y grotesco. La mujer de cobre, bañada en sangre acabó con los últimos dos con sus propias manos. Sin tomarse un momento de respiro la hija de los Martambúes apiló los cadáveres junto a la torre. Machuca aún no se recomponía. La tensión nerviosa, el esfuerzo físico, el sonido de los huesos y la piel, nada de todo lo que había pasado podría olvidarlo. Ella lo sabía “Sabés, estas cosas no me dejaron contarte lo mejor de mi historia”. Él levanto la cabeza. Seguí acuclillado sobre el mazo. “Cuando me dejaron me prometieron una vida sin familia ni tierra donde yacer…” Revolvió de entre sus cosas y sacó dos piedras. Una vasija del tamaño de un mango y un trapo viejo. “¿Sabés qué hago con los tesoros que robo? Busco el pueblo más cercano y lo reparto. Me quedo un tiempo viviendo ahí, conociendo a la gente. De allí nacieron varias amistades que siempre me esperan con los brazos abiertos. Lugares donde podré ir a envejecer.” Roció los cadáveres apilados con el líquido de la vasija hizo chispas sobre el trapo con las dos piedras. El fuego comenzó a devorar los cuerpos al tiempo que alguno de sus órganos internos explotaban y producían gemidos. “Vamos” ella puso su enorme mano sobre el hombre de recién iniciado guerrero. Habiendo recogido todas sus cosas Mahapu lo miró y con una sonrisa le dijo “Vamos, pajarito”. En dos o tres veloces pasos cubrió la distancia que la separaba de la hoguera y se arrojó al fuego. 

 

Machuca tragó saliva. Apretó su mazo. Miró alrededor y se lanzó a las llamas.

Santaplix

Ilustrador y artista de comics independiente. Fan del cine de horror clase B.

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