LA BIBLIOTECA DEL FIN DEL MUNDO I

PRÓLOGO

Una biblioteca, más que un edificio, o una acumulación de objetos, o si se quiere, en estos tiempos digitales, un espacio de almacenamiento saturado, es un gesto de esperanza. Uno agarra un montón de obras con el anhelo de que alguien querrá leerlas. Es también un reconocimiento a la capacidad de la humanidad para crear cosas que valgan la pena ser recordadas. Por no mencionar la maravillosa idea de la posesión colectiva de la cultura.

Machuca no es una persona de sorpresa fácil. No después de una vida de luces malas, duendes y aparecidos. Pero aquello que pasó fue distinto a todo eso.

 

Veloz, avanzaba manejando el auto de su tío sobre una ruta desierta. En una noche tan oscura que no se podría asegurarse la existencia del mundo más allá de lo que mostraban las luces delanteras del vehículo. Una caja de cartón reforzada con cinta aisladora, con varios libros de segunda mano, ocupaba el asiento trasero del auto: La máquina del tiempo, Neuromante y algunos más, sus preferidos. A su derecha, como inusual copiloto, casi demasiado cómodo, un cachorro de carpincho. En este avanzar monótono, pero bien acompañado, Machuca tuvo unos minutos de calma y pudo recopilar los hechos que lo habían llevado hasta ese momento.

 

Cuando el mundo se apagó, no tuvo dudas de lo que estaba pasando. “Los zombis, serán opcionales”, pensó. 

 

Su hogar, Yavi, crece en los remotos y áridos paisajes de la provincia argentina de Jujuy. Como un tesoro histórico se mantiene imperturbable a lo largo de los siglos. Con su arquitectura colonial y sus calles empedradas, Yavi exuda una atmósfera de serenidad y misterio. Las maravillas de la cultura andina, se dejan ver en todas las fachadas de las antiguas casas de adobe y en cada rincón de la plaza principal, donde el tiempo parece haberse detenido. La iglesia de San Francisco de Paula, fundada en el siglo XVII, se erige como un testigo de la historia y la fe arraigada en la región. Los alrededores de Yavi ofrecen un paisaje deslumbrante y agreste, con montañas imponentes que recortan un horizonte irregular y azulado. Yavi, casi una anomalía, lo había visto crecer durante diecisiete años. Uno se encarnaba en el otro de manera perfecta. Pero esa mañana algo se sintió diferente. Se despertó y su hermano no estaba en la cama de al lado. Fue a la cocina y tampoco encontró a su madre. En una sola mañana toda la gente del pueblo había desaparecido. Le tomó dos horas recorrer el lugar. Gritó preguntando por sus vecinos. Se metió en varias casas, primero las que pertenecían a personas a quien conocía. Después, a medida que la desesperación aumentaba, irrumpió en cualquier construcción que se lo permitiera. Gritó y corrió hasta llenar las calles del pueblo de polvo y eco. El corazón le golpeaba el pecho pidiéndole que descansara un poco. Que se tranquilizara para recobrar el aliento. Pasó por la iglesia con algún tipo de esperanza inconfesable. Nada. Agotado y sin ser consciente de ello, sus pasos lo llevaron a la casa de su tío. Tampoco encontró a nadie.  Aún vestía el traje para el carnaval que le confeccionó y regaló su abuela en la última tarde que vería el mundo que conocía. Se lo probó entusiasmado ante la vista de su madre y su hermano. Tan vistoso y cómodo era que no se lo sacó, y así fue a quedarse dormido la noche anterior. 

Después de recorrer una vez más el pueblo entero, regresó a su casa. Se puso ropa diaria. Comprobó que todas las comunicaciones se habían caído. Salió a la vereda para poder respirar mejor y se sentó en el suelo. Quedó así un par de minutos hasta que por el rabillo del ojo notó un agregado extraño. En ese paisaje superlativo que conocía de memoria algo había cambiado, «eso» no debería estar ahí. Aun en el contexto de ese mundo real y sobrenatural que sabía, existe fuera del conocimiento humano, aquello estaba fuera de lugar. Giró la cabeza para ver con más claridad. Aplastando el cerro reposaba una masa temblorosa de carne sangrante. Tan grande como dos vagones de tren. Un cúmulo informe de materia orgánica violácea, atravesado por siete barras de metal oscuro, unidas unas con otras por decenas de caóticos cables negros. Fue ante semejante espectáculo que Machuca presintió el final de todo lo que había conocido.

 

Sabiéndose con niveles de autoestima bajos, supo que no iba a sobrevivir solo por sobrevivir. Solo por pensar que su vida valía la pena. Pero por muy asustado que estuviese, no tenía el coraje para afrontar el final con algo de dignidad. Para salir de esta paradójica situación se impuso una empresa tan loable que lo empujaría a sobreponerse a cualquier cosa que el mundo le arrojara: Una biblioteca.

 

El carpincho que sumó en su viaje al sur, Fue un regalo del destino. En los primeros kilómetros que recorrió sobre la ruta 9, encontró al costado del camino una camioneta con demasiados viajes encima, con la pintura quemada por el sol. El vehículo estaba ruedas para arriba, en paz, quieto, precedido por una estela de jaulas viejas, aserrín y cuerdas de nylon. Machuca había frenado con la esperanza de encontrar al conductor, vivo o muerto. No le importaba, quería ver otra cara humana. Pero en su lugar, en la única jaula que seguía intacta, encontró a quien sería, primero, su compañero y en un futuro su amigo.

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