La Ciudad Eterna

Lorenza la ciboretza de piel roja
Contarán las tribus del sur, algunos años en el futuro, que la piel de aquella guerrera fue pálida al nacer. Y que a fuerza de batallas y sangre derramada obtuvo el color que luego se hizo leyenda.
Lorenza, la ciboretza, se abrió camino hacia la luz, entre una pila de cadáveres. Sacó un brazo primero. Después su cabeza coronada. Tres días de caza implacable la llevaron al límite de su resistencia. Los hombres escafandra, seres de una musculatura bestial, habían emergido de las sombras para atacarla. Iban desnudos, anónimos y mudos. El domo de metal negro que aprisionaba sus cabezas los volvían inescrutables. Ellos atacaron con una determinación fría y mecánica. Pero Lorenza no era una presa fácil. Con una ferocidad que desafiaba su agotamiento, luchó con la gracia y la brutalidad de un ser que trascendía lo humano. La ciboretza quebró piernas y brazos. Arrancó miembros. A un par de hombres escafandras les enterró la mano en el vientre y desparramó sus intestinos negros sobre el suelo. Ella también recibió golpes. Intentaron estrangularla y sacarle los ojos. Trataron de arrancarle los atavíos metálicos que destellaban en la penumbra. Ignorando que son parte inseparable de su estructura. Le aplastaron los dedos de la mano derecha. El codo dislocado terminó por ceder y casi al final de la jornada perdió su brazo.
Los cuerpos de los hombres escafandra yacían inertes a su alrededor, testigos mudos de su fuerza. Deseando escapar del eco de la batalla resonando en su mente, Lorenza buscó refugio en las alturas.
Con pasos medidos, trepó la estructura más alta que encontró, una torre que se alzaba desafiando el tiempo y la naturaleza. Desde esa cima, Lorenza contempló el panorama que se extendía ante ella. Un horizonte geométrico. Podía ver la curvatura del planeta y, sin embargo, no lograba distinguir el fin de aquella arquitectura colosal. Era un paisaje devorado en parte por la vegetación salvaje y el implacable óxido del olvido. La ciudad, abandonada siglos atrás, se extendía hasta donde la vista alcanzaba, un laberinto de recuerdos perdidos y sueños de acero.
En la lejanía, los crujidos metálicos y chirridos rompían el silencio, testimonio de que, incluso en el abandono, la ciudad mantenía algún tipo de vida. Siluetas de aves se recortaban contra el cielo crepuscular, bailando entre las ruinas de un mundo que una vez fue hogar de millones de almas.
Lorenza, sentada en su atalaya, reflexionaba sobre su existencia en este extraño planeta. Un ambiente que, aunque hostil y desolado, era el único que conocía. Había nacido en esta amalgama de acero y secretos, en un lugar donde la línea entre la tecnología y la naturaleza se había difuminado hacía mucho tiempo. Con la mirada perdida en el horizonte, Lorenza encontraba un momento de paz, un breve respiro en su existencia tumultuosa.

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